El pontificado del Papa Francisco ha introducido un punto de inflexión decisivo y una clarificación definitiva en la postura de la Iglesia Católica frente a la pena de muerte. Desde el inicio de su magisterio, Francisco ha sido categórico en declarar esta práctica como «inadmisible» bajo toda circunstancia. Esta posición, sustentada en una antropología teológica centrada en la dignidad de la persona, redefine el discurso eclesial sobre justicia, castigo y redención. El presente ensayo propone una aproximación analítica a los principales fundamentos de esta enseñanza, considerando su impacto doctrinal, ético y pastoral.
El argumento esencial que recorre todo el pensamiento de Francisco sobre la pena capital se encuentra en la defensa incondicional de la dignidad inviolable del ser humano. Esta dignidad, considerada como un don divino inherente a toda persona, no se pierde ni siquiera ante los crímenes más atroces. De allí que la ejecución de un condenado se interprete como un atentado directo contra dicha inviolabilidad, al suprimir la vida de quien, pese a su culpa, conserva su valor intrínseco. El Papa asume con radicalidad que eliminar una vida humana, incluso la del culpable, constituye una transgresión moral que no puede justificarse ni por razones de utilidad ni de proporcionalidad penal.
El acto magisterial más significativo en este sentido fue la modificación del número 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica, realizada en 2018. La versión anterior admitía, aunque como excepción extrema, la posibilidad del uso de la pena de muerte si era el único medio para proteger vidas humanas. La nueva redacción, en cambio, afirma categóricamente que «la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona», y compromete a la Iglesia con su abolición en todo el mundo. El uso del término «inadmisible» marca un cambio categórico: no se trata simplemente de una opción no recomendable o de una medida imprudente, sino de una práctica moralmente inaceptable en sí misma.
Francisco ha insistido en que este cambio doctrinal no representa una ruptura con el pasado, sino un desarrollo orgánico, en continuidad con la doctrina precedente. Desde esta perspectiva, se reafirma la tradición viva de la Iglesia, que evoluciona en su comprensión del Evangelio a la luz de nuevos contextos y mayores exigencias éticas. Ya en 1969, bajo el pontificado de Pablo VI, la Ciudad del Vaticano había eliminado toda disposición legal que contemplara la pena capital. Esta coherencia institucional, anticipada respecto al cambio doctrinal más reciente, evidencia un largo camino de maduración en la conciencia moral eclesial.
La inadmisibilidad de la pena de muerte también se justifica por su carácter definitivo, que niega la posibilidad de redención. Francisco ha insistido en que la misericordia de Dios siempre abre una nueva oportunidad, incluso para el más grave de los pecadores. Al condenar a muerte a una persona, el Estado impide cualquier forma futura de arrepentimiento o reparación, y con ello desconoce la dimensión espiritual de la justicia. De este modo, el enfoque restaurativo que promueve el Papa se contrapone claramente a la lógica retributiva y punitiva.
Asimismo, el pontífice ha retomado los argumentos de sus predecesores, especialmente de Juan Pablo II, al calificar la pena de muerte como una medida «cruel» e «inhumana». Además, ha cuestionado su supuesta utilidad desde una perspectiva pragmática. No existen estudios concluyentes que demuestren un efecto disuasorio superior al de otras penas privativas de libertad. Por el contrario, los sistemas penales contemporáneos cuentan con mecanismos eficaces para proteger a la sociedad sin necesidad de recurrir a la ejecución. En consecuencia, los fundamentos funcionales de la pena capital se consideran hoy obsoletos.
Otro argumento, aunque no central, pero relevante en el pensamiento del Papa, es el riesgo permanente del error judicial. La posibilidad de ejecutar a un inocente —como ya ha ocurrido en numerosos casos documentados— convierte a esta pena en una forma de injusticia irreversible. Desde la perspectiva de Francisco, esta realidad añade un motivo de peso para rechazarla categóricamente.
En el fondo, el rechazo de la pena de muerte se sustenta en una visión teológica del ser humano y de la justicia inspirada en el Evangelio. El amor, el perdón y la misericordia son principios irrenunciables para el cristianismo, incluso frente al pecado. La pena capital, lejos de encarnar estos valores, aparece como una forma institucionalizada de desesperanza, venganza y violencia. Francisco la ha descrito como un «veneno para la sociedad», pues lejos de reparar el daño causado, perpetúa una lógica de exclusión y de muerte.
El compromiso del Papa no se limita al plano doctrinal. A lo largo de su pontificado, ha sido un actor activo en la promoción de la abolición universal de la pena de muerte. Ha dirigido llamados concretos a gobiernos, organismos internacionales y comunidades religiosas para que den pasos firmes hacia la erradicación legal de esta práctica. Iniciativas como el Jubileo de la Misericordia en 2016 y el actual Jubileo de la Esperanza en 2025 han servido como escenarios privilegiados para impulsar estos gestos de clemencia y reforma.
En conclusión, la enseñanza del Papa Francisco sobre la pena de muerte constituye una expresión clara y firme del pensamiento moral contemporáneo de la Iglesia. Enraizada en la dignidad humana y en la centralidad del Evangelio, esta postura redefine los fundamentos del castigo penal desde una ética de la vida, la redención y la justicia restaurativa. La pena capital, bajo cualquier circunstancia, es inadmisible. A partir de este principio, la Iglesia se compromete con determinación a trabajar por su abolición total, promoviendo una cultura de la vida que reconozca siempre el valor irreductible de toda existencia humana.
Giuseppe Marzano PhD. Decano de la Business School.
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